Por Nieves Merino
EL VUELO DE LA CIGÜEÑA
Don Baldomero, vivía en un bonito pueblo del verde valle montañés, flanqueado por un hermoso río, coronado por el imponente puente de piedra que le daba su nombre y el de su Santo Patrón. Junto al río se agolpaban varias casonas montañesas, con sus escudos blasonados, grandes solanas y magníficos aleros construidos con las más nobles maderas talladas. Las casonas protegían su intimidad con robustas tapias de piedras y en sus portaladas formadas de fornidos arcos se podía intuir la majestuosidad de lo que se escondía dentro. El pueblo era muy conocido por ser cuna de los más famosos nobles hidalgos montañeses. Muchos de sus habitantes, habían marchado a las Indias para hacer fortuna, los llamados indianos. Este fue el caso de Don Baldomero, que emigró siendo muy joven, tenía muy claro su objetivo : embarcar en busca de riqueza, prosperidad y esa posición social que le podía proporcionar dinero . Era muy dicho a refranes y frases hechas que repetía constantemente, una de ellas era como su lema de vida: “El dinero lo arregla todo …menos la muerte”, y muy convencido por esta sentencia se entregó a uno de sus muchos sueños: conseguir ser un hombre de reconocido prestigio en su pueblo, un hombre rico.
En el pueblo era respetado y considerado un indiano en toda regla , volvió con algo de fortuna , lo cual le proporcionó buena posición social, además se buscó un buen casamiento, la hija de otro indiano, que con su dote aumentó su fortuna . Al contrario que los demás indianos o nuevos ricos como eran llamados, en sus trajes no usaba el color blanco, pocas veces llevaba sombrero panameño y el habano nunca le acompaño en su bolsillo, pues no era fumador, en lo único que coincidió fue en construirse una ostentosa casa, con la mítica palmera en su jardín .
Su porte aristocrático era formidable , alto , esbelto y bien proporcionado , todas sus facciones eran agradables a la vista destacando, sus ojos de un azul transparente como aguas mansas, que evocaban a lugares de ensoñación .Con su vestimenta, remataba todo el espectáculo de verle pasear, como un figurín desfilando cual aristócrata de noble sangre, siempre bien trajeado y calzado ,no escatimaba en dineros para su ropa , incluso portaba un reloj de oro con gruesa cadena y un alfiler de corbata salpicado de pequeños rubíes.
Por ese lado, se podía decir que era un hombre afortunado o de fortuna ,sin embargo, la realidad era muy distinta , su semblante era como de preocupación de manera constante en su vida , siempre había tenido ese halo de andar metido en sus pensamientos alienado de todo y de todos los que le rodean, sumido en lo más profundo de su mundo , los lugareños le decían entre bromas: ”¿qué te pasa ? Eres guapo y con dinero ¡Qué más quieres Baldomero!”
A lo largo de su vida algunos de sus proyectos habían sido fantasías, pero en otros había tenido éxito rotundo. El primero fue el embarcarse y hacer fortuna lo que consiguió realizar rápidamente, pero… ¿qué fue de lo demás? Siempre tenía en mente a su madre viuda, la lucha por salir adelante, día a día, esas manos deformadas de tanto trabajar para los ricos , sus vecinos, que cuando era niño , veía ensimismado a través de la tapia , viviendo esa vida con todas sus comodidades . . Y le preguntaba a su madre: “¿por qué yo no tengo esta vida?”, a lo que contestaba su madre: “porque la cigüeña te dejo a este lado de la tapia”.
Por Jacinto Montealegre
REGRESO
El automóvil se detuvo en un espacio que había al lado de la carretera, se bajó un hombre de unos sesenta años, no cerró la puerta y apoyándose en ella, se puso a contemplar los campos que vestían el paisaje, la mayoría eran segados de cereales. De frente se deslizaba un pequeño río, bordeando el monte de las viñas, se remansaba unos cientos de metros antes de llegar al pueblo, después seguía su curso por toda la vega hasta encontrar su desembocadura.
El semblante del hombre tenía la expresión como cansado o tal vez decepcionado, su mirada buscaba la chopera que había en el remanso del río, pero no quedaban más que una docena de árboles viejos, algunos medio secos, no tenían apenas hojas y las pocas que conservaban estaban amarillentas. Cambió luego su mirada hacia el monte buscando las viñas que cubrieron la ladera oeste, hoy cubierta de zarzas y matorrales, solo resaltaba la centenaria encina tan fuerte y poderosa como siempre.
Subiéndose el hombre al coche, le puso en marcha dejándose deslizar por la pendiente hacia el pueblo, donde aparcó junto a la iglesia, empezó a pasear por las calles del pueblo, fijándose en las casas que estaban vacías, algunas de ellas con el tejado hundido casi en ruinas, otras en mejores condiciones se notaba que eran habitadas de vez en cuando. Se detuvo delante de una puerta con un cartel que ponía «SE VENDE», con la mirada fija en el cartel, fue recordando las muchas veces que fue a buscar a Marisa, unas veces para ver la puesta del sol, a la sombra de la vieja encina y otras para bañarse juntos en el remanso del río, para después tumbarse a la sombra de los chopos. Siguió andando lentamente por todo el pueblo, cruzándose con algunas personas, todas mayores a los que no reconocía, como ellos a él.
Caminando lentamente, llegó al sendero que se dirigía hacia el río, era un sendero estrecho invadido por la maleza, lo cual denotaba que se transitaba muy poco. Con dificultad llegó hasta el remanso donde un día hubo una hermosa chopera, se quedó contemplando su entorno, cogió varias piedras, lanzando una a una al agua, ninguna de ellas consiguió más de dos saltos, en ese momento recordó aquellos días que junto a Marisa haciendo sopas o (saltos de rana), las piedras daban cinco o seis saltos llegando a la otra orilla. ¡Como había cambiado todo! Aquel lugar, hoy con una docena de árboles, sin la alegría de aquella mujer que llenaba aquel lugar con sus risa, y con la incapacidad de él para llegar a la otra orilla con una piedra.
Siguió andando, con nostalgia mirando todo aquello por donde pasaba, cuando se dio cuenta, de que estaba subiendo hacia la vieja encina. Al llegar, bajo su sombra un tanto cansado por la pendiente y lo malo que estaba el terreno. Se sentó y vio que el sol estaba declinando para ocultarse, se dio cuenta de que era lo único que no había cambiado, pero seguía siendo un espectáculo maravilloso por el cual mereció la pena regresar.
Cuando el sol desapareció en el horizonte, él fue bajando hasta el coche, y estuvo dudando un momento, en acercarse a la tasca del pueblo, o subir al automóvil y marcharse, y se decidió por lo último. Las pocas personas que estaban allí veían como se empequeñecían las luces del vehículo, según se iba alejando.
Por Mª Cruz García
LA NEBLINA DEL AYER
Sentada en la cama Teresa miraba a través de la ventana. Era primavera y el sol de la montaña inundaba su alcoba. Sin embargo, a ella le pareció que todo empezaba a estar sumido en una neblina que le condujo muy lejos.
Volvió al país frío y gris donde había vivido hacía ya mucho tiempo. Siempre decía que allí el cielo era más bajo. Recordó aquellas caritas dormidas de sus hijos. ¡Qué duro era dejarlos cada mañana en la guardería! Su marido trabajaba duro y ella también, pero su juventud la llevaba en volandas. Cada día cogía el tranvía llena de euforia para ir a casa donde se ocupaba de tareas domésticas. Cuando llegaba el fin de semana, las horas se llenaban de guisos, de ropa de todos los tamaños, mojada, seca, doblada, sin doblar…
Sin darse cuenta fueron pasando los años y un buen día volvieron a su tierra.
Seguían siendo jóvenes y tenían trabajo; la vida les iba llevando sin grandes problemas. Se habían instalado en una zona industrial del norte de España.
Corría la década de los ochenta cuando aquella maldita tarde, todo cambió para siempre. Los cuatro iban en el coche camino del pueblo para festejar el cumpleaños del abuelo. Ya casi habían llegado cuando de pronto, la excesiva gravilla acumulada en el arcén y que inundaba parte de la calzada, desestabilizó el auto saliéndose de la carretera y chocando con una roca de considerable tamaño. El susto fue tremendo. Ya se disponía a calmar a los niños cuando notó que respiraba con mucha dificultad y al volverse con mucho esfuerzo hacia su marido buscando ayuda, vio aterrorizada que él ya nunca más podría hacerlo.
Lo que vino después nunca lo recordó muy bien. Estuvo varias semanas hospitalizada y cuando por fin pudo salir, no supo por dónde continuar su vida. Los hijos seguían adelante; los abuelos se encargaban de ello. La opción de quedarse en el pueblo cerca de la familia, le pareció lo más fácil. Fue entonces cuando empezó a quedarse abstraída delante de la ventana. ¡El tiempo era mal compañero! Para colmo se pasaba las noches en blanco. Sus piernas seguían siendo bonitas; tenía las manos sobre las rodillas y la bata desabrochada las dejaba ante sus ojos cual velones en una ermita.
Al cabo de unos meses se decidió a salir con las amigas de la pandilla que aún vivían en el pueblo. Nada era igual que antes, la inocencia perdida había dado paso a una manera de vivir deprisa. Se unió al grupo y demasiado a menudo cerraban los bares que les servían de cobijo.
Teresa era la más guapa; tenía estilo vistiendo y con su sonrisa entre triste y dulce, a veces todavía parecía una chiquilla. Poco a poco esa sonrisa empezó a desdibujarse. Bebía demasiado y el desorden se instaló en su vida. Cuando se veía en el espejo mientras se maquillaba, no lograba que este le devolviera una imagen amable. Sus hijos habían crecido y más de una vez tuvieron que conducirla hasta la cama donde caía en un profundo sopor.
¡El tiempo, siempre el tiempo! ¿Cuándo hizo el primer viaje en esa noria?
La neblina lo cubría todo, pero en un momento de lucidez, vio con claridad que había sacado el último billete.