Escuchando a un compañero de profesión en un programa de radio, la máquina del tiempo me trasportó a los años 70 y 80 cuando una bolsa de cacahuetes cubiertos de chocolate era un preciado tesoro que ocasionalmente caía en nuestras manos y que veíamos con vehemencia en los escaparates destacando por el dibujo de un negrito con la barriga hinchada, o aquel delicioso brazo de gitano que formaba parte de una insuperable colección de dulces en cualquier pastelería y qué decir de aquel cacao soluble que no faltaba en ningún hogar cuya canción publicitaria aludía al trabajo de los negros en África. ¡‘Quién nos iba a decir entonces que éramos racistas!
Durante las últimas décadas hemos aprendido que todos los humanos compartimos casi el mismo ADN. La pureza racial es simple fantasía. Somos mestizos enriquecidos con la sangre de multitudes. Pese a ello opino que tiene más peso, las influencias culturales que la realidad científica, por lo que la discriminación racial forma parte de nuestra sociedad.
Para crear una cultura inclusiva, todos debemos reconocer nuestros propios prejuicios y reflexionar sobre ellos para poder hacer algo sobre aquellos que sean injustos o que puedan causarles daño a otras personas. Comprender cómo se sienten y cómo se comportan las personas respecto a aquellos que están fuera de su propio grupo puede ayudarnos a salvar distancias.
Creo que una gran ayuda para conseguir una mayor igualdad en todos los ámbitos sociales es la educación y el ejemplo de todos los que tenemos esa responsabilidad. Empecemos esa tarea desde nuestros hogares sin tener en cuenta declaraciones populistas y en muchos casos desacertadas desde los altavoces del poder.
Me congratula comprobar que hemos sustituido adjetivos que podrían herir la sensibilidad de algunas personas como en las expresiones: dinero en B, tarjetas black, piel de color, pasarlas canutas, trabajo de…, y otras muchas que evitan pronunciar cierta palabra hipócritamente censurada en nuestra sociedad.