Durante el estado de alarma, me sentí afortunada teniendo a mi alcance un aparato de teléfono móvil conectado a internet.
Así pude hablar y ver a mis hijos, mi nieta y mis amigos; cada día me parecía un milagro.

Miré por la ventana más que en toda mi vida y vi cosas que antes no apreciaba. Por ejemplo: la linterna de la iglesia de la Virgen Grande, iluminándose con los últimos rayos de sol.
Aprendí a ver el cielo y las nubes con otros ojos desde los distintos ángulos que me permitía el ventanal del salón. Mis plantas en la pequeña terraza nunca me parecieron tan bonitas. Las galerías de la casa de enfrente se tornaban misteriosas a la luz de las farolas. El paso de cebra y las colas en la frutería de enfrente median el pulso del momento.
Todas estas sensaciones tuvieron un desarrollo inesperado cuando la profesora del taller de cine, nos propuso grabar videos con el propósito de hacer un documental en el que dando rienda suelta a nuestra imaginación plasmáramos nuestras inquietudes; así pues mi mirada se tornó en la de un aprendiz de cineasta.
Y siguió por esa senda el tiempo de encierro ya que otra propuesta llegó también en forma de proyecto de cortometraje: con las indicaciones pertinentes de un director de cine con el que ya habíamos colaborado en otro proyecto, nos embarcamos en el rodaje. Por mi parte, grabándome a mí misma, colocando la cámara del móvil en las posiciones y equilibrios más inverosímiles.
Ambos trabajos ya han visto la luz.