Como cada año en enero, con la primera luna llena se reunieron los cinco en el claro del bosque que se encontraba al lado del riachuelo. La abundante nieve caída en los últimos días había pintado el paisaje de blanco. La temperatura era gélida, pero estaban acostumbrados, ninguno faltó a la cita.

Era reconfortante reunirse con los viejos amigos y conocer los logros de cada uno. Habían creado la asociación (LAPSUS) hacía cuatro años y nunca habían faltado a los encuentros.

 Ártico, Elmo, Ícaro, Odín y Ustin se sentaron en círculo y se dispusieron a contar sus relatos.

Comenzó Ártico; era el mayor de todos y además seguían la costumbre de hablar por orden alfabético.

-Hace unos meses me llegó la información de que vivía en la sierra del este una buena cabra que tenía siete cabritillos. A pesar del empeño de la madre en educarlos, había sido imposible hacer de ellos unos buenos animales. Eran desobedientes, irrespetuosos, irresponsables, mentirosos… Su madre estaba desesperada. Solo se salvaba el más pequeño. Estaba hecho de otra pasta, no parecía hermano de los demás. La cabra salía todos los días a trabajar y los dejaba en casa con la clara advertencia de que no abrieran la puerta a desconocidos. Cuando volvía, la casa era un verdadero desbarajuste y tenía que recoger aquel campo de batalla ella sola. La voluntariosa ayuda del pequeño de sus hijos resultaba insuficiente. Terminaba agotada y al borde de la depresión.

Aquello tenía que terminar. Me dirigí a la sierra y una mañana llamé a la puerta de aquella casa. Pensé que los cabritillos no lo oirían, porque el estrépito era monumental. Hubo suerte. Uno dijo:

-Están llamando a la puerta.

-No abras, suplicó el pequeño, mamá nos lo tiene prohibido.

– ¡Abre, abre!, gritaron los demás.

Abrió, por supuesto, y allí me di el gran festín. Me comí a los seis. El pequeño se escondió detrás de la escoba, pero no le hubiese hecho falta. Él no sobraba.

Me contaron que cuando volvió la madre, no diré que se alegró, pero sí que la tranquilidad con la que vivió a partir de entonces le ayudó a superar la pérdida.

Continuó Elmo detallando cómo él había quitado de en medio a dos cerditos vagos, perezosos, aprovechados… que vivían acosta de su hermano mayor.

-Cuando les derribé sus casas (con poco esfuerzo, un par de soplidos), una de pajas y otra de ramas, corrieron a refugiarse en la de su hermano, que era una buena construcción hecha de ladrillos y cedmento. Pero yo corrí más, les alcancé antes de que llegaran.

Le tocó el turno a Ícaro que relató cómo se había comido a un bandolero que, disfrazado de cazador, pretendía robar a una niña con una capa roja que llevaba las compras a su abuela que estaba enferma.

Odín se había comido a un pastor que atendía al nombre de Pedro y que engañaba a sus vecinos para reírse luego de ellos.

-Mientras cuidaba a sus ovejas les gritaba “¡que viene el lobo, que viene el lobo!”. Todos corrían, dejando sus quehaceres, para ayudarle a proteger el rebaño (ya veis, los humanos no se dan cuenta de que nosotros no comemos animales así porque sí) y se encontraban a Pedro con las costillas rotas de la risa. Ya no mentirá más.

Era tarde. El tiempo había pasado volando, ya se veían las primeras luces del amanecer. Ustin se había quedado dormido.

-Dejadle dormir tranquilo, sugirió Ártico, es el que ha tenido un viaje más largo. Cuando despierte nos contará su hazaña.

Y así, un año más, los miembros de LAPSUS (Lobos Asociados Para Salvaguardar el Universo Seguro) descansaron satisfechos después de comprobar que el espíritu de su asociación continuaba muy vivo.

Isabel Alonso